domingo, 7 de novembro de 2010
Ánguelos Seferiadis, "Hipólito"
Mais uma apresentação de um poeta notável, em tradução de Mario Domínguez Parra.
Por Érico Nogueira
En su autobiografía Kydathineon 9 (dirección de la casa familiar en el barrio de Plaka, en Atenas), Tsatsu dedica algunos párrafos a la figura de su hermano Ánguelos Seferiadis, del que (comparado con su padre, Stylianós Seferiadis, abogado y profesor universitario además de poeta lírico y traductor de Byron, y su otro hermano, Yorgos Seferis, el primer premio Nobel griego), escribió que era de pocas palabras, cuidadoso con cada una de ellas, austero e inclinado al silencio. Poeta, traductor de Hamlet, obra a la que dedicó muchos años. Durante la invasión nazi estuvo en la cárcel durante un tiempo. Tras esa experiencia decidió emigrar a Nueva York. Murió en Monterrey, donde daba clases de griego en la Escuela de Oficiales. Su vida se apagó mientras dormía, con el Fedón de Platón entre las sábanas. No llegó a cumplir los cuarenta y cinco años. Henry Miller, que conoció a Seferis, en una carta a Lawrence Durrell desde Big Sur, fechada en 1948, escribió: «Recibí la visita de Ánguelos Seferiadis, que está dando clases de griego en “El Presidio” (escuela militar), en los alrededores de Monterrey» (vid. The Durrell-Miller Letters, 1935-1980, ed. Ian S. MacNiven, New Directions, 1988). El poema que aquí presento, «Hipólito», aparece citado en Kydathineon 9, aunque Tsatsu inserta un comentario justo antes de la mención de los ríos, lo cual invita a pensar que pueda tratarse de dos textos diferentes. Dada la dificultad de encontrar una edición original del libro de Seferiadis y por el notable interés que me parece que tiene el texto, o los dos textos juntos, decidí presentarlos como un poema.
ÁNGUELOS SEFERIADIS
HIPÓLITO
Cuando se derrite, chupando la arena fresca, la ola
te respira en un pulso saladísimo.
Y tras alejarse cual león que pisa las algas
me grita, y su voz me trae tu señal,
hijo mío. Cómo brama la voz de la sangre…
Muero
sereno en el resplandor. Oculto e incierto,
separo ahora el fruto de las raíces.
Tantos ríos que se derramaban en el Mar Negro se secaron; el Volga, el Dniéper, el Dniéster, y sólo el ensangrentado Escamandro, un poco más abajo, se desbordó hoy de nuevo, bullendo.
El Escamandro, o Astiánax, un arroyo increíble, insondable,
—puesto que goteaban las lágrimas en el bajo del escudo
y los cuervos partían a recogerse en las quemadas proas de los barcos—se levantó el lodo, como la herida cicatrizada que vuelve a abrirse, y corrió su densa, rojísima sangre, indiferente.
Lo encontré, bajando a Monastiraki,
conforme iba a comprar tabaco y papel de fumar.
Lloraba en los brazos de una desconocida,
que no era Andrómaca, la famosa princesa ganada con la lanza…
Se encontraron de nuevo varias noches
como dos flechas en el cuerpo de un San Sebastián.
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